Sobre Juan Tokeshi y las cosas compartidas
Siendo estudiante
en la Facultad de Arte de la PUCP supe por primera vez de Juan Tokeshi. Teníamos que leer un texto suyo: “Espacio
Público Popular. El imaginario de Villa El Salvador”. Conservo un archivo de
casi todas mis separatas universitarias debido a una ligera tendencia
obsesivo-compulsiva por el ordenamiento y la sistematización de las cosas, así
que para escribir este testimonio volví a revisar aquella vieja fotocopia.
El texto habla de
Villa El Salvador. Para 1998 yo no había ido nunca a ese distrito pero ya desde
entonces me generó mucha empatía el concepto de “arquitectura de la esperanza”
para referirse a los fierros que se dejan al aire en los barrios populares
“mirando al cielo” con la esperanza del crecimiento de la vivienda, con la
ilusión de construir un segundo o un tercer piso. Cuando algunos años después
mucha de mi energía vital y mis afectos militantes estuvieron involucrados en
la organización del Foro de la Cultura Solidaria de Villa El Salvador
(2004-2009) siempre recordé con cariño esas primeras reflexiones que leí de
Juan sobre el distrito, sobre el espacio público y sobre la esperanza.
Lo llegué a conocer
personalmente en el 2003, cuando el Centro Cultural Peruano Japonés convocó a una
reunión con diversos artistas visuales quienes debíamos intervenir Kimonos, Juan
organizaba la muestra. El caso de Censura en el Concurso de Artes Visuales de
la Fundación Telefónica en el que estuve involucrado era reciente, había sido
muy polémico y mediático. Sabiendo que con mi trabajo asumía ciertos riesgos Juan
me convocó igual y nunca me condicionó el tema que había escogido trabajar: el
silencio cómplice de algunos sectores de la colectividad peruano-japonesa frente
a los crímenes de la dictadura fujimorista.
Me llamó pasadas las 11 p.m. del día anterior a la
inauguración de la muestra cuando la obra ya estaba montada. Me dijo que los
directivos de la APJ no estaban dispuestos a exhibir la pieza, se mostraba
realmente conflictuado por la situación. Casi a media noche, en una
circunstancia insólita y no muy grata, negociamos la mejor salida ante el
impase. Era la primera vez que conversábamos. Su voz pausada y tranquila
expresaba un espíritu amable, conciliador y bondadoso, siempre dispuesto a
tender puentes con una manera muy singular de procesar las tensiones y las
iras.
Esa actitud de “monje
zen” se hizo más evidente cuando viajamos juntos en el Peace Boat a finales del 2005, con escalas en Cuba y
Panamá. Dos semanas en un gran barco que da la vuelta al mundo con programas de
educación y turismo social. Durante su conferencia a bordo del barco lo escuché
por primera vez autodefinirse como “arquitecto descalzo”, es decir como un arquitecto
comprometido con las realidades por dónde camina y “que no puede desprenderse
de sus confesiones políticas” como él mismo afirmó.
Por eso me pareció gracioso cuando mis entrañables amigos Teresa Cabrera y Marco Rodríguez, quienes trabajaron con Juan en el Programa Urbano de Desco en Villa El Salvador, me contaron su costumbre de sacarse los zapatos en la oficina y guardarlos en un cajón, lo cual causaba más de una situación jocosa cuando alguien buscaba un documento y descubría sus zapatos. A lo mejor eso de “arquitecto descalzo” tenía un origen más literal y en todo caso no cabe duda de que Juan era un arquitecto descalzo en todos los sentidos.
Teresa también me
comentó un rasgo del que yo no era consciente: Juan era una persona muy
interesada en lo que él llamaba “comunidad” de descendientes de japoneses, lo
que podríamos llamar la “ponjitud”. En los distintos espacios en que se
desenvolvía hacía el esfuerzo por conocer y saber más de los nikkei con los que
se cruzaba.
Muchas veces
hablamos del tema de las raíces comunes: Okinawa, el butsudán y la migración de
las familias. En una ocasión me comentó que los Tokeshi y los Miyagui tenían un
origen común, no pregunté mucho porque uno siempre piensa que habrá otra
oportunidad. Recientemente el reconocido
artista Eduardo Tokeshi, primo de Juan, consultó con su padre y resulta que los
Tokeshi y los Miyagui habían sido vecinos en Hentona, una zona muy pobre en
Kunigami-Okinawa. Posteriormente se embarcaron juntos en la aventura hacia el
Perú y por ello a los mayores de nuestras familias los unía ese vínculo especial
que da compartir la patria originaria y también la patria nueva.
Casi todas mis
indagaciones sobre los orígenes de mi familia han sido motivadas por Juan. Durante
su velorio puse el osenko y deposité el sobre, costumbres japonesas para
estas ocasiones. Cuando algunos amigos extrañados preguntaron sobre lo que
habían visto expliqué que se trataba de una “costumbre entre ponjas”. Entonces volví a pensar en qué era eso de la
“ponjitud”: Cuando era niño, la profesora citó a mi padre porque pensó que yo estaba
inventando un lenguaje extraño. En realidad sólo usaba palabras japonesas que
en muchas casas nikkei se usan cotidianamente para llamar por ejemplo al abuelo
como “ollí”, al reloj “tokey”, a la almohada “marcura”, etc. Mi padre tuvo una
larga conversación conmigo para explicarme qué palabras eran “ponjas” y no las
debía usar más que en la casa. Juan nos llamaba “comunidad” y estaba interesado
en ella porque lo compartido es fuente de identidad. A veces olvidamos la riqueza de las anécdotas
personales y de los relatos familiares, parecen cosas lejanas pero tienen mucho
que ver con lo que somos ahora. Para mí Juancito siempre estará allí para hacerme
recordar, para interpelarme con su hablar pausado y cariñoso, sobre nuestras
pequeñas grandes historias.
Jorge Miyagui
www.jorgemiyagui.com
Julio 2014
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