Entrevista completa a Jorge Miyagui por Enrique Higa (Revista Kaikan). Publicada en parte por la revista Kaikan No 139.
VOLADA:
Jorge Miyagui, un nikkei singular
TÍTULO: El
artista sin fin
TEXTO:
Enrique Higa
Jorge
Miyagui Oshiro apareció en el firmamento cultural limeño a fines del siglo XX.
Sus obras llamaron la atención por la combinación de elementos de la cultura popular
japonesa y de la peruana, así como por su fuerte carga política.
En el
sistema nikkei fue una anomalía, como un planeta fuera de órbita. En una
comunidad donde el amén es casi ley, su disidencia generó resquemores.
Un cuarto
de siglo después, el artista, nieto de inmigrantes okinawenses, expuso en abril
y mayo la muestra “Construir un lugar” —un conjunto
de obras que abarcan más de dos décadas de carrera— en el
Centro Cultural Peruano Japonés.
La
retrospectiva fue una inmersión en la trayectoria de un nikkei que tuvo el
primer atisbo de su identidad a los cuatro años, cuando entró a la Asociación
Estadio La Unión y, asombrado por la unanimidad de ojos rasgados, le preguntó a
su mamá: “¿Por qué aquí hay tantos chinitos?”.
Su madre,
después de pedirle que bajara la voz, le explicó que él también era “chinito”.
El pequeño Jorge, que hasta entonces creía que sus ojos eran redondos, se
reconoció por primera vez como descendiente de japoneses.
¿Cuánto ha cambiado la identidad de Jorge Miyagui desde que a los
cuatro años descubrió que era nikkei hasta el hombre de 47 que hoy es?
“He desarrollado una mirada no esencialista de las identidades. Yo me rebelo a ese tipo de razonamiento (“los nikkei son así”, “los peruanos somos así”), como si hubiese esencias inmutables, cuando en realidad uno siempre está cambiando”,
responde.
“Uno va construyendo su mirada de sí mismo, o sea su
identidad, pero siempre en relación con la sociedad”, añade. Acto seguido, explica que
cuando se enteró de que era un “chinito” estaba en un nido donde nadie hacía
referencia a la forma de sus ojos. Fue luego, en primaria, cuando sus
compañeros de aula comenzaron a llamarlo “chino”.
Justamente el nombre de la muestra
apunta hacia la nikkeidad como un afluente de un gran río en el que todos los
peruanos coincidimos.
“Vivir esa identidad es también parte de tu integración al
colectivo mayor, que en este caso es el Perú. Por eso el título, ‘Construir un lugar’, iba
en ese sentido: vivir la identidad nikkei como una forma de hacerse un espacio propio para afirmar tu
pertenencia a este pedazo de tierra donde nos tocó vivir y que
compartimos, o sea al Perú, y comprometerte con la sociedad y con su
historia, con su devenir”,
dice.
La exposición conjuga en tiempo
presente porque nunca terminamos de construirnos. “Yo también, así como soy antiesencialista, soy antiteleológico. Cuestiono cualquier discurso que ponga un fin, como el paraíso
al cual llegar, el fin de la historia. Yo siento que
uno siempre está en constante
cambio, evolución, tomando decisiones, incidiendo, teniendo agencia
en la sociedad. Es un proceso que termina cuando uno ya se va”,
afirma.
OTRA FORMA DE SER NIKKEI
A mediados de la década de los 2000,
la poeta y gestora cultural Doris Moromisato se contactó con Jorge Miyagui para
solicitarle datos sobre sus ancestros, a propósito de un libro sobre el
centenario de la inmigración okinawense al Perú que estaba haciendo.
Jorge interrogó a sus padres y a su
obaa materna (la única de sus cuatro abuelos que vivía entonces) sobre el
pasado y esa indagación fue un punto de quiebre en la construcción de su
nikkeidad.
El joven artista se acercó más a sus
raíces y halló similitudes entre la inmigración japonesa al Perú y las
migraciones de peruanos de la Sierra a Lima. Ese parentesco ha permeado desde
entonces su obra, en la que encuentran cabida las cosmovisiones andina y
nipona.
Cuando se le pregunta cuánto pesa su nikkeidad
en la construcción de su
peruanidad, Jorge, antes que de peso, prefiere hablar de conciencia, de cómo —a
lo largo de los años—
ha ido saliendo a flote su origen japonés.
Resulta imposible cuántificar la
gravitación de su nikkeidad en su forja como peruano. Es relativo, anota. Algunas
veces, las agujas apenas se mueven; otras, se disparan, como cuando hace poco
fue al undokai y pisar nuevamente la AELU le recordó que allí jugó fútbol
durante su niñez y su pertenencia al Movimiento de Menores.
También evocó un episodio
significativo de su biografía que lo singulariza como nikkei. Ocurrió en 1999,
durante la celebración del centenario de la inmigración japonesa al Perú.
El entonces presidente Alberto
Fujimori recorría la pista atlética del campo principal de fútbol de la AELU
cuando Jorge, que estaba en la tribuna, le gritó: “¡Asesino! ¡La Cantuta no se olvida!”.
“Los ojiisanes me miraban asadazos”, recuerda hoy entre risas. Trae a colación el
incidente para enfatizar: “Yo defiendo la idea de que uno puede ser nikkei de distintas
maneras. Hay muchas maneras de ser nikkei”.
Jorge, un rara avis en una comunidad
que sacralizaba la homogeneidad, cree que actualmente existe más amplitud y
apertura en el establishment nikkei. Podría decirse que ahora su modo de ser
nikkei es aceptado.
“Yo creo que el hecho
de que exponga en la galería del Centro Cultural Peruano Japonés es un signo de los tiempos y de cómo han cambiado las épocas”, dice.
¿ESTÉTICA NIKKEI?
Jorge Miyagui ya no es un tipo con la
espada siempre en ristre como en sus tiempos mozos, pero no ha perdido filo
crítico. Lo demostró en una de las obras que exhibió en el Centro Cultural
Peruano Japonés, elaborado durante la pandemia y en la cual se pueden leer
frases como “El neoliberalismo es la muerte”.
El artista está lejos de haber
capitulado, pero uno se hace mayor y la mente se ensancha. “Cuando uno es más joven no ve tantos matices, ve blanco y negro, y creo que con los años uno va viendo más matices y más complejidad. Cuando uno es joven tiende a simplificar las cosas”, explica.
Lo que no cambia, además de su
vocación por aguijonear para señalar las injusticias, es su convicción de que “la mejor forma de vivir es apostando por dejar algo en este mundo”, la lucha por una sociedad más inclusiva, justa y solidaria.
Ese compromiso se plasma en su arte. Y
Jorge se documenta, investiga, para crear, para saber, para comprender. Lee
mucho y durante la entrevista aliña sus comentarios con alusiones a Éric Sadin, Byung-Chul Han,
Bauman y
Harari, no por pedantería, sino para apuntalar sus posturas.
Con más lecturas, conocimiento y
experiencia encima, ahora es muy autocrítico con algunos trabajos de juventud,
a los que encuentra “un montón de falencias”
y considera simples.
“Las obras
de las que más orgulloso me
siento son las últimas”,
dice. Son más ricas, tienen una mayor “densidad semiótica”,
un “significado más profundo”.
Sin
embargo, su producción juvenil gustó mucho, y recuerda que en aquella época un
artista le dijo sobre uno de sus cuadros: “Se nota que es un ponja el que
lo pintó”. Jorge
se quedó pasmado. “Yo dije: ‘Qué raro’. Me hizo pensar mucho”.
“Hasta ahora no la tengo tan clara”, manifiesta. En otra ocasión, lo
entrevistaron para la tesis de una persona que afirmaba que había una “estética nikkei”.
¿Qué? “Yo no estaba tan seguro de eso”, dice.
PROFESOR, NO PREDICADOR
Jorge Miyagui no solo se nutre
leyendo, también enseñando. Es docente en la Universidad Católica y en la UPC.
“Yo siento que me enriquezco de las nuevas
generaciones, aprendo un montón de cosas. Me encanta ser docente”,
declara.
Ahora bien, como profesor, Jorge
tiene clarísimo que no es un “predicador”. “La idea no es evangelizar, no es imponer una idea; al contrario, es que (los alumnos) desarrollen la capacidad crítica. Yo siempre digo: ‘Cuestionen todo, cuestionen lo que leen, lo que dicen sus profesores’. Es la única vacuna
contra el fundamentalismo”.
Ojo, eso no quiere decir poner en
tela de juicio hechos científicamente incontrovertibles. “Hasta ahora no he tenido
ningún alumno terraplanista”,
se ríe.
DIÁLOGO Y CONFLICTO
Una palabra que aparece a menudo para
aludir a la obra de Jorge Miyagui es “diálogo”. Peruano de origen japonés, en
su producción los códigos culturales se entrecruzan, conectan.
El diálogo se extiende a la
construcción de su identidad. Pero no solo él, también el conflicto. La
identidad es un concepto complejo, dice. Es la tensión entre diálogo y
conflicto, agrega.
Jorge no le rehúye al conflicto. Todo
lo contrario. “Para mí el conflicto es
consustancial a la existencia social porque siempre va a haber intereses distintos. Yo detesto esos discursos de ‘todos los peruanos unidos’, o como dijo una congresista: ‘En el Perú, pobres y ricos, indios y blancos’. Para mí ese tipo de discurso se basa en invisibilizar las desigualdades”, dice.
“Yo creo que hay que tomar
partido y que el conflicto es parte de la vida social”,
indica.
Tomar partido equivale a ponerse del
lado de “los que están abajo, en las relaciones de poder los subordinados, los explotados. Para mí eso
es una ética de vida”. Lanza un ejemplo: “Si estoy mirando a una persona de 30 años y a un
niño de 6, y la persona de 30 lo agarra a puñetazos y digo ‘no me meto porque soy neutral’, no estoy siendo neutral, estoy dejando que suceda un abuso,
una injusticia”.
(RECUADRO)
TÍTULO: Un hombre de familia
La vida de Jorge Miyagui dio un
volantazo hace dos años: se casó, tuvo una hija y se convirtió en padre
putativo de un adolescente y una púber.
Ahora que eres papá, que te has casado, que te acercas a los 50
años, ¿sientes que te estás acercando más al señor Miyagi
(el personaje de Karate Kid, un referente de su juventud), a la sabiduría del hombre mayor?
Ojalá, no sé
(risas). Supongo que tengo un montón de defectos, de problemas, pero menos errores o menos
barbaridades que antes hago. Yo sí creo que estoy más maduro que antes. Es más, posiblemente antes no estaba con la
madurez suficiente
(para formar familia).
¿Entonces sientes que la paternidad te ha caído en
el momento justo?
Es algo bien contradictorio, porque a nivel psíquico-emocional, sí, pero (a nivel)
físico, siento que me falta energía. Por ejemplo, ya no puedo cargar a mi bebé. El año pasado estuve una semana sin caminar porque tuve un
problema en la columna bien
feo. Estuve con bastón unos meses, hasta ahora sigo tomando pastillas por eso. Yo digo: “Pucha, hubiese sido bonito vivir esto antes”, pero antes no era tan maduro y hubiese
metido la pata en cosas tal vez
más importantes, que tengan que ver con la relación. En fin, no sé. Es
complejo. Pero bueno, acepto lo que me toca, porque es algo que deseaba mucho
y que pensé que no
se iba a dar y que se dio
de mayor. Agradezco mucho eso.
Siempre dices que hay que dejar algo,
¿cuál crees que será tu legado?
Intentar ser una buena persona. Dar un buen ejemplo a mis hijos putativos, a mi hija, que me recuerden como una buena persona.
¿Y como artista?
Tal vez es pretencioso, pero creo que todo artista quiere que
sus obras trasciendan
en el tiempo. No hay garantías de eso. La
valoración de una obra de arte cambia con los años. Tal vez ahorita eres muy
valorado y en el futuro vas a desaparecer de las reseñas.
¿Y entonces?
Chalena Vázquez, la musicóloga, me dijo: “Pucha, uno tiene que dar lo mejor de sí y ya (risas)”. Si uno da lo mejor de sí, si te reconocen, bien; si no te reconocen, también pues, qué vas a hacer.
Dar lo mejor de uno se relaciona en
tu caso con ser hincha de la U y la garra como actitud ante la vida como decías
en la muestra.
Sí, porque
siempre me pareció una buena metáfora y creo que fue lo que me enamoró, no solo la historia que
cuento ahí de mi abuelo, que conoció a Lolo (Fernández, cliente asiduo de la bodega de su ojii en
el centro de Lima y protagonista de uno de sus cuadros). Hay
una poética en el juego que te hace ser hincha de un equipo, entonces para mí
eso de estar mal, pero sacar lo mejor de ti y lucharla, me resonó, una relación poética con mi alma hizo (ríe).